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De la selva, su retorno o esperando al presidente

“Creo que todos tenemos un poco de esa bella locura que nos mantiene andando cuando todo alrededor es tan insanamente cuerdo.”

Julio Cortázar


(continuación “De la selva, sus adentros”)


“Cielo llamando a Cusco, Cielo llamando a Cusco”, repetía la señora Juana en medio de las interferencias de su modesta radio, “¿me copian? Nos falta sal y azúcar, Cielo llamando a Cusco...”. De mientras, su hija, jovencita ella y muy bonita, reiniciaba una y otra vez el repertorio de canciones de su DVD de bailes folclóricos de la región para entretener a su bebé, el cual iniciaba su carrera de baterista graciosamente con unos botes metálicos de provisiones y una botella de coca-cola. Nos dieron de comer: sopa y estofado de pollo. Nos pusimos a charlar con los pocos clientes del negocio y les contamos que queríamos visitar la comunidad nativa de los Shipitiari, al otro lado del río. Nos dijeron que para “bandear” (así le llaman a cruzar el río), teníamos que esperar a que viniera un bote, “en la selva, los ríos son nuestras carreteras, ¿saben?”, y que seguro vendría uno a las cinco del día siguiente a recoger las cajas de leche que el gobierno reparte a las comunidades (el programa llamado “vaso de leche”). Decidimos, pues, pasar la noche en el puerto de Edén y esperar al bote.


En Edén no había demasiado por ver. La mayor distracción era el televisor de la señora Juana (después de cenar, todos los habitantes del puerto se agruparon entorno a este para mirar una típica telenovela peruana de desamores como si de un cine al aire libre selvático se tratara), y las idas y venidas de un camión cargado de madera talada ilegalmente por unos adolescentes musculosos. J. me contó que el roble y el caoba son los más buscados, y que los chicos marcan los árboles durante el día con un rotulador fosforito que se percibe en la oscuridad para luego ir a cortarlos en la noche. También se aventuran al río en busca del oro que subyace todavía en grandes cantidades bajo las tierras peruanas, así como en las minas, aunque el gobierno lo prohibió duramente hace años.


Mientras J. se quedó hablando de negocios con un hombre que vivía al otro lado del río, yo me fui a observar los niños que jugaban en la orilla construyendo casas con pedazos de madera y pequeños botes con una cuerda y una botella recortada, y revolcándose desnudos por el agua marrón del río, felices. Una niña con dos coletas no paraba de mirarme y seguirme a todas partes, con una amplia sonrisa siempre. Era muy linda y le encantaba que le hiciera fotos. Otra, un poco mayor que la anterior, me preguntó de dónde venía. Le dije que de España, Cataluña, Europa -pero no había escuchado hablar nunca de ninguno de esos lugares. Sí conocía Shipitiari, en cambio, y me preguntó que por qué queríamos ir, y si no tenía miedo de los caníbales, de los calatos (“desnudos”). Le dije que no, por qué iba a tener miedo, y me respondió como si fuera ignorante, “porque te flechean”. No supe qué responder.


Cuando apagaron la tele, la señora Juana y su marido nos recortaron un trozo de plástico de su toldo azul para acomodarnos con nuestros sacos de dormir en el avance de su negocio. Nos dormimos junto a las cajas de leche, nuestra garantía de pasaje. A medianoche empezó a llover estrepitosamente y el río subió comiéndose la orilla donde los niños habían estado jugando unas horas antes. Yo tenía miedo que llegara hasta nosotros y nos absorviera. Incluso la familia se despertó alumbrando con sus linternas para ver el cauce del río, pero conseguimos pasar la noche a salvo. Nos despertamos temprano, y el bote no venía. Seguía lloviendo, desayunamos y me dispuse a leer unas cuantas páginas más de la Odisea: apropiada lectura para tan accidentado viaje. Un hombre apareció ofreciéndose a llevarnos a la comunidad a las diez con su bote. Lo esperamos. Nunca vino. Más tarde llegó el bote de los Shipitiari en busca de la leche: un nativo atractivo pero bien arrogante descendió para tomarse una cerveza antes de seguir hacia su comunidad con las cajas, y se negó rotundamente a llevarnos. Como el río había subido, tampoco podíamos volver atrás. De nuevo, no teníamos escapatoria.


Nos pasamos el resto de la mañana viendo llegar botes pequeños y corriendo hacia ellos pidiendo auxilio pero ninguno nos podía llevar. Me sentía como los del Tricicle en su espectáculo “Chooof!” de la isla desierta, esperando un avión de rescate que nunca llegaba. Hacia el mediodía uno de los nativos que frecuentaba el bar, Nico, nos contó que él tenía un bote, pero que no era suyo: pertenecía a la municipalidad y él estaba a cargo de llevar a las autoridades hacia Boca Manu, pasando por Diamante, tras la inauguración del puente en la nueva carretera por el mismísimo presidente Ollanta que tendría lugar ese mismo día. Solo debíamos esperar a que llegara el presidente. Unas horas más de espera, ya no nos importaba. Decidimos comer algo en la señora Juana, pero la encontramos empacando todo su negocio en plena mudanza. Nos dimos cuenta de que no era la única: todas las cabañas estaban haciendo lo mismo. “¿Qué pasa, dónde van?”, preguntamos, “Nos mudamos al pueblo, todos se han ido ya para allí, el puerto se traslada por el cauce del río.” ¿Y nosotros qué?, pensamos, y por suerte Nico se ofreció a llevarnos al pueblo en su bote. Edén pueblo tampoco era muy grande: una calle central a ambos lados de la cual se extendía un hilo de casas hechas de madera en las que convivían los comerciantes. Todo estaba patas arriba por la mudanza. Acompañamos a Nico al cruce para esperar si llegaba el presidente. Leí un rato más. No llegó. Tras unas horas, Nico dijo que llegaría seguro al día siguiente, tempranito, a las cinco debíamos estar listos. Yo empezaba a desesperarme. Estos selváticos me parecían todos locos, inmersos en su mundo paralelo girando entorno a la imperiosidad de un río incontrolable y a la espera de un presidente con el que no podían contactar de modo alguno. Solo cabía esperar y esperar. Sin internet, sin teléfono, sin baño y sin agua corriente. Al más puro estilo “The horror!” de Kurtz en el Corazón de las tinieblas. Decidí tomarme una cerveza, o dos, y nos fuimos a dormir en una tabla de madera, bajo el sonido de animales nocturnos que no quise identificar, cobijados por un porche en la casa de la señora Juana de nuevo, la cual se compadecía de nosotros como si nos hubiera apadrinado.


Nos despertamos de nuevo a las cinco, sin noticia alguna del presidente, y allí ya me rebelé: este hombre no iba a llegar nunca. O nos íbamos ya de ese lugar o acabaría volviéndome loca. Me fui a desayunar “en lo de Javier”, otro de los comerciantes, para cambiar de aires y conversar un poco. Su hijo, de unos cinco años, muy guapo él, me miraba con los ojos abiertos, intimidado. Un chico de Cusco, de unos veinte, se había venido al Manu a trabajar con los madereros por unos meses. De mientras, J. habló con Nico y le pidió por favor que nos llevara a Shipitiari en un ir y volver para distraerme, antes de que acabara echándole las culpas a él. Según J., todo va bien conmigo mientras no tenga hambre, sed, mucho sueño o me aburra, que es cuando aparece mi mal genio. Creo que incluso Nico empezaba a tenerme miedo (“¿la señorita está enojada?), y accedió a llevarnos, aprovechando el viaje para pescar.


Shipitiari estaba muy cerca. Desembarcamos en la comunidad y nos recibió amablemente Gregorio Pérez, el jefe de los Shipitiari (nunca entendí que se llamara Pérez), gracias a la intermediación de Nico en su idioma nativo, el machigenga -lengua indígena de la Amazonía de la familia arahuaca. El jefe nos contó que ellos no salían nunca, excepto él, que sí iba hasta Cusco de vez en cuando. La última vez que salió, hacia mayo, al regresar se encontró con que la comunidad había sido atacada por los Mascho Piro, una etnia vecina de indígenas no contactados (los que no han tenido nunca contacto con el exterior) que aprovechan sus incursiones para robar alimentos, materiales y violar mujeres, y mataron a su hijo de una flecha en el corazón. Hablaron de la posibilidad de hacer turismo vivencial, resulta que tenían un albergue con incluso internet, pero todo se había parado desde la muerte de su hijo. Nos dijo que en la comunidad eran unos 200 aproximadamente, y nos presentó a su mujer, que estaba tejiendo tranquilamente. Nos invitaron como es costumbre a un vaso de masato, una especie de bebida a base de yuka fermentada al modo de chicha, justo en el momento en que apareció el joven atractivo y arrogante que no nos había querido llevar en el bote el día anterior. Surgió de la nada gritando y medio llorando, pidiéndonos que nos fuéramos y lamentándose por una mujer: iba borracho. Nico lo calmó mientras nos escapamos de vuelta al bote.


Seguimos nuestra mañana de navegación parando a varios lados a pescar. No pescamos más que cuatro o cinco peces que nos llevamos para nuestro almuerzo de regreso a Edén. Al llegar, una familia muy simpática de Boca Manu, que también pretendían irse con el bote de la municipalidad, nos estaban esperando junto a un campamento improvisado que habían montado en un bote inutilizado con unas sábanas para refugiarse del penetrante sol del mediodía. Hicieron una fogata y cocinaron tallarines en una olla para todos, junto a los peces que traíamos envueltos en hojas de plátanos -las mismas que nos sirvieron a modo de plato, lo que se llama puramente cocina de supervivencia. Quedó muy rico.

Tras la comida, decidí que me iba a duchar de una vez por todas: no aguantaba más ya el calor y sudor acumulado en dos días y empezaba a aclimatarme al espíritu selvático: si había cocinado con hojas de plátano, visitado una comunidad nativa y pescado, ¿qué más daba ya bañarse en el arroyo de agua marronosa? Me dirigí camino adentro hasta el famoso arroyo o baños públicos del pueblo con mi jabón y mi toalla y una botella de coca-cola vacía para tirarme el agua por la cabeza. La verdad es que el lugar era muy lindo, y me lavé el pelo mientras una pandilla de monos saltaban encima mío en busca de algunos plátanos que comer. De repente, escuché un helicóptero y al toque oí que J. me gritaba: “¡Ali, corre, apúrate, ya llegó el presidente, inauguró el puente y el alcalde ya está en el bote esperándonos para irnos!” Vaya por Dios, qué casualidad, a buenas horas llegaba el presidente. Me vestí corriendo y salí disparada hacia el puerto mientras me cruzaba con los aldeanos que me decían adiós con la mano y me preguntaban si volvería. Al final, les cogí cariño y todo.


Subimos al bote, cargado con el alcalde, Nico de maquinista, unos nativos de Diamante y la familia de Boca Manu con todo su equipaje (una familia de conejitos y pollos incluidos), y empezamos a navegar río arriba, por fin, en los 23 km que nos quedaban hasta nuestro próximo destino. Incluso paramos un momento a Diamante para que entrevistaran al alcalde por la televisión local, no sé qué pinta debíamos hacer nosotros también subidos en ese bote. Llegamos al atardecer a Boca Manu, tras unas cuatro horas, y nos pareció un lugar idílico. El puerto iluminado por una tenue luz desprendía un encanto especial. La familia nos invitó a dormir en su casa. Al fin reinaba una especie de paz silenciosa -solo interrumpida por el televisor de la familia que me reveló los terribles atentados que habían sucedido en París. Después de tantos días incomunicados, en el fin del mundo civilizado, uno se olvida de que existe el mundo exterior.

La selva te atrapa y te sumerge en una especie de locura bellísima. Navegar por el río Madre de Dios fue mi pasaje hacia esa oscura profundidad del alma humana, hacia ese silencio armónico compuesto por miles de sonidos.


El resto fue ya anecdótico: nos despertamos en Boca Manu, todavía sin conexión ni línea alguna, esperamos el siguiente bote (esta vez, pendientes de que el médico dictara la hora de salida) para regresar hacia Cusco por el lado contrario al que nos habíamos venido. Navegamos otras horas más hasta Colorado, donde comimos un buen pescado, y tomamos un coche en dirección a Puerto Carlos para bandear el río y esperar otro taxi hacia Mazuko mientras los conductores leían una noticia en el periódico de un bebé que nació con dos cabezas -les pregunté por los atentados de París y me dijeron que no, que eso llegaba mañana seguramente (fue cuando me di cuenta que estaban leyendo el periódico de ayer). De Mazuko tomamos otro taxi compartido directo a Cusco, que nos dejó en la capital inca tras un largo viaje serpentoso monte arriba, recuperando la altura y el frío característicos de la sierra.

Dejamos la selva atrás, con sus sonidos y su locura hambrienta. Pero prometimos volver.
http://elcomercio.pe/noticias/no-contactados-44036
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