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Los círculos se cierran

–o de paso por la melancólica Bolivia–

“Siempre es preciso saber cuándo se acaba una etapa de la vida. Si insistes en permanecer en ella más allá del tiempo necesario, pierdes la alegría y el sentido del resto. Cerrando círculos, o cerrando puertas, o cerrando capítulos, como quieras llamarlo. Lo importante es poder cerrarlos, y dejar ir momentos de la vida que se van clausurando.”

Paulo Coelho

Siento que las últimas semanas no han sido sino una excusa para llegar aquí. Crucé Bolivia al ritmo de la peonza, rodando a una velocidad insospechada, como si la vuelta no fuera un giro en sí sino un impaciente acercamiento a lo más parecido a casa, al final del círculo, a esta ciudad que me observa desde abajo mostrándose reluciente, orgullosa pero humilde a su vez. Cusco ya no me espera. Se muestra indiferente, tras tanto tiempo fuera, tal vez no me perdona mi ausencia. Pero ya llegué. Y quiero tomarme mi tiempo, el nuestro, para despedirme de ella. Para cerrar el círculo.

Nada más pisar tierras bolivianas supe que volvía a estar más cerca. El sol andino quemándome la piel, alisándome el pelo; las mujeres vestidas de cholitas, con sus oscuras trenzas, su expresión desgastada, sus polleras y leotardos de colores pastel bajo sus anchas faldas, sus pintorescos sombreros y sus coloridas mantas donde cargan con la misma desenvoltura pesadas mercancías que bebés; los hombres de pequeña estatura intentando vender cualquier cosa en cada esquina, cantando los destinos más populares con gracia y armonía para atraer pasajeros con su reclamo; las niñas pequeñas aprovechando ese momento de impás entre una parada y otra para subir al bus cargadas con tamales, gelatinas, empanadas, chicles. Esto es Bolivia. Esto es Perú. Esto son mis queridos Andes.

Tras comer un buen lomo saltado en el mercado de Villazón, de nuevo sin servilletas, sin jabón, me despedí de Aga y tomé el bus de la una con destino a Potosí. Seis horas de viaje, me dijeron, a veinte bolivianos el pasaje (dos euros y medio). Fueron ocho horas. Paramos brevemente en Tupiza, una de las entradas hacia el Salar de Uyuni al cual ya había ido, y seguimos rumbo al norte. En el bus, de nuevo, volvía a ser yo la única turista. Una hora más tarde el chofer paró el motor en medio de la carretera. “Bájense, hay que esperar nomás”. Una carrera de ciclistas auspiciada por un círculo de gendarmes bloqueaba la ruta. Me apeé para observar la fila de autos que se acumulaba tras nosotros bajo el sofocante sol tardío. A la izquierda, una cancha de fútbol albergaba un grupo de niños capitaneados por un entrenador con silbato. Me quedé observándolos. Advirtieron mi presencia, me miraron extrañados. De mientras, las mujeres del bus se sentaron, graciosas, en el pavimento cobijadas a la sombra del camión delantero. Me uní a ellas y entablamos conversación, mientras una de ellas descendía la carretera para alcanzar, a golpes de palo, un fruto desconocido para mí. Comimos juntas, dejando pasar la espera, mientras les contaba de Barcelona y de mi viaje y de cuánto significaba para mí volver a tierras andinas, incas. Llegué a Potosí tarde, agotada, tras un día de puros desplazamientos desde las seis de la mañana (Iruya-cruce carretera-La Quiaca-Villazón-Potosí). Una de las señoras me acompañó al hostal Compañía de Jesús, junto a la Plaza de Armas, para no andar sola a esas horas, y me acosté a dormir al toque. Ahí empezó el último tramo de mi viaje de retorno.

La Villa Imperial de Potosí se extiende a las faldas del Cerro Rico entre callejuelas coloniales que pueblan el centro histórico y avenidas circundantes, a una altitud de 3900 msnm (lo que se encargó bien de recordarme un intenso dolor de cabeza). De aires parecidos a Cusco, la ciudad me cautivó desde esa primera mañana: bandas de colegiales desfilando avenida abajo y abuelitos de paseo charlando en la plaza, saboreando deliciosas salteñas. Decidí visitar La Casa de la Moneda, ahora convertida en museo de lo que fue el antiguo centro de acuñación de monedas provenientes de la abundante plata extraída del Cerro Rico para todo el virreinato del Perú y Río de La Plata -de ahí el dicho “vale un potosí”, tal fue su importancia durante ese período en el mundo. Una imperturbable guía nos enseñó a distinguir las monedas acuñadas en Potosí de las de Lima o México por sus iniciales superpuestas en ellas. Nos contó también cómo la colección que posee el museo resulta pobre en comparación con toda la plata que hubo en la época, pero el gobierno boliviano se achanta, una vez más, dejándose comer por los grandes. La Casa de la Moneda contaba con esclavos, africanos e indígenas, trabajando en las hornazas, haciendo girar las tuercas desde los sótanos con las mulas, fundiendo plata sin cesar desde mediados del siglo XVI hasta el siglo XX. Hoy en día, debido a los costes de producción, los bolivianos ya no se acuñan en Potosí, sino mayoritariamente en Chile. En el patio interior del museo, sobre la fuente, cuelga una máscara burlona dando la bienvenida a los visitantes -su significado no está claro, dicen que podría simbolizar el Dios Baco, por la corona de uvas, así como una caricatura del director de la Casa, o de Diego Huallpa, indio descubridor de la plata del cerro, o incluso un desafío a la codicia de los conquistadores españoles. Todo el lugar desprende un aura de melancolía.

La tarde la dediqué a deambular por sus calles, iglesias, plazas (repletas de chavales jugando al futbolín, por lo que no pude evitar no echar al menos una partida), y acompañé a un chico de Luxemburgo (nunca había conocido a uno) a la laguna de Tarapaya o Ojo del Inca, un centro de aguas termales naturales situado entre los cerros de las afueras de Potosí. El guardia nos contó que antes los jóvenes venían borrachos a la laguna y se sumergían sin saber nadar, por lo que muchos habían muerto. Por eso, ahora se pagaba por acceder y él se encontraba las 24h allí, custodiando la entrada cual Can Cerbero. Nos recostamos junto a la laguna para meter los pies y miramos hacia el fondo sin meternos, no fuera que encontráramos algún cadáver suelto.

Al día siguiente contraté un tour para visitar las minas de Potosí -“todo el que viene a Potosí es por las minas, deben ir”, me dijo el promotor de una agencia de turismo. Y fui. El grupo lo formaban dos francesas, dos chilenas, un americano, un catalán y yo. Nos llevaron al mercado de mineros a comprar soda, hojas de coca, alcohol de 90 grados (era viernes) y dinamita para los mineros, y nos vistieron de arriba abajo para entrar a las minas: casco, luz frontal (la mía, no se paraba de desprender, dificultándome la aventura, sobre todo al subir oscuras escaleras), pantalones y camisa ancha y enormes botas. Antes de subir al cerro nos mostraron la fábrica de separación de minerales, en un entorno con escasas medidas de seguridad. Luego entramos por fin por uno de los túneles del Cerro Rico, para atravesarlo de lado a lado, en unos 3 km de caminos angostos por entre las vías de vagonetas, las estalactitas, los ácidos que desprenden los agujeros hechos en la montaña y los mineros trabajando a pico y pala, arrastrando vagonetas cargadas o bebiendo frente al Tío Benito, deidad y punto de reunión y adoración para los mineros. Caminar por la mina resulta un tanto claustrofóbico, sobre todo para los más altos, aunque una experiencia única -en palabras del guía, “vamos a ver de qué están hechos ustedes, si están hechos de hierro o de pizza de pepperoni”. Se dice que las vetas de plata fueron descubiertas hacia mediados del siglo XVI por un pastor quechua, Diego Huallpa, que tras acampar junto al cerro y encender una fogata se encontró con hilos de plata derretidos por el calor del fuego. Tal fue la explotación del Cerro Rico debido a su riqueza que continúa hoy en día, que los colonizadores sometieron a los indígenas a infrahumanas condiciones de trabajo y la ciudad creció de manera asombrosa. Algunos llegaban a permanecer seis meses dentro de las minas, sin ver el sol, trabajando quince horas diarias. Los desprendimientos eran frecuentes y muchos morían atrapados o intoxicados por los gases. La producción de plata llegó a su momento cumbre hacia 1650, cuando las vetas empezaron a agotarse, y de ahí Potosí entró en un camino cuesta abajo del que todavía hoy no se ha recuperado. Aun así, siguen habiendo muchos minerales por extraer, por lo que la mayoría de potosinos masculinos optan por trabajar en las minas desde los catorce años, como una oportunidad segura y rápida de ganarse la vida y aprender un oficio. Dicen que son unos 4.000 mineros. Dentro de las minas, todos son iguales y trabajan cooperativamente desde las cuatro de la mañana, gritándose, cantando y bebiendo para alegrar el día -eso sí, quien decide ser minero sabe que morirá joven: tales son los riesgos para su salud, sus pulmones dejan de funcionar hacia los sesenta años de media. Take it or leave it.

Todavía impactados por la visita, fuimos a comer todos juntos a la pizzería Maná y a descansar el resto de la tarde, en que aproveché los precios bolivianos para comprar cuatro cosas paseándome avenida Bolívar abajo, por el Mercado Central, el mercado gremial al más puro estilo zoco de los países árabes, y la calle Sucre de artesanías, antes de recoger mis cosas de nuevo para seguir rumbo a Sucre, la capital constitucional de Bolivia o la llamada “Ciudad Blanca”. Si Potosí me recordó entrañablemente a Cusco, podríamos decir que Sucre tiene un aire a Arequipa por sus fachadas coloniales impolutas. Antaño fue sede de los tres poderes del Estado, pero tras la derrota chuquisaqueña, La Paz adquirió el poder ejecutivo y legislativo hasta nuestros días. Dejé mis cosas en el hostel Backpacker Cruz de Popayan (a cual nombre más bizarro), y me dispuse a recorrerme Sucre a toda velocidad -tenía solo un día en mi itinerario dedicado a esta ciudad. Pasando por la Plaza 25 de mayo, subí hasta el mirador de la Recoleta, que alberga la plaza e iglesia donde se fundó la ciudad (antiguamente “La Plata”), así como una feria de artesanías y el Museo Etnográfico y de Folklore, junto a unas bonitas vistas de la soleada ciudad. Seguí mi paseo visitando la Casa de la Libertad, originalmente Aula Magna de la Universidad Pontificia y actualmente museo histórico más importante de Bolivia, donde se firmó el Acta de Independencia del Alto Perú en 1825. Contiene también todas las banderas de Bolivia (la actual, ya con la wiphala -’bandera’, en aymara- desde 2010, integrando los distintos pueblos étnicos de la región), y los retratos de todos los presidentes de la república. Destaca la figura de Simón Bolívar, “el Libertador” (de quien proviene el nombre de Bolivia, antes llamada Bolívar pero modificado posteriormente por asimilación a Columbus-Colombia), y del general Sucre, uno de los líderes más importantes en el proceso de independencia de los países de América del Sur y primer presidente de Bolivia.

Con solo una mañana por delante, antes de volver a meterme en un bus nocturno en unas diez horas dirección La Paz, decidí ir a visitar el mercado dominical de Tarabuco. Pese a estar ya muy adaptado a turistas, conserva todavía su espíritu tradicional. Las familias Yampara llegan cada domingo desde las comunidades rurales a Tarabuco para vender sus productos entre la plaza central y el mercado, a precios muy competitivos -por lo que me compré, al fin, cómo no, un poncho en la parada de un simpático hombre que me reconoció al haberme cruzado con él en Sucre con mi sombrero cusqueño y pensarse extrañado que era una cholita boliviana.

En mi impaciente itinerario de regreso a Cusco me quedaban 4 días. Pasé dos en La Paz y dos en el lago Titicaca, al cual ya había ido, pero esta vez del lado boliviano, en la Isla del Sol. La Paz, al contrario que la vez anterior, se mostró soleada, hermosa, custodiada por la nevada cumbre del Illimani. Aproveché para deambular por sus calles sin prisa alguna, con esa tranquilidad que da visitar una ciudad ya visitada, comiendo en los mercados y siguiendo el ritmo frenético de sus habitantes cuesta arriba, entre puestos de comida y mercadillos locales. Junto a la Basílica de San Francisco, un grupo de manifestantes acampaban desde hacía semanas protestando por la falta de apoyo del gobierno hacia los discapacitados. Jóvenes repartían comida y refrescos a los acampados mientras los turistas pasaban de largo en dirección al Mercado de las Brujas. Los autos se agolpaban en los cruces, frenando y acelerando sin previo aviso. La Paz no responde a su nombre: La Paz chirría, grita, protesta, vive.

Salí del centro para conocer el Valle de la Luna, una formación rocosa que consumió la montaña creando un paisaje lunar de una belleza digna de admiración, y regresé para visitar los museos de la antigua calle Jaén: el Museo Costumbrista, donde había una exposición dedicada a la figura de la chola y sus atuendos (impuestos primero por los colonizadores españoles y luego apropiados por estas hasta hoy día como símbolo de rebeldía); el Museo del Litoral, que trata de la Guerra del Pacífico y la imperdonable pérdida de la costa pacífica a manos de los chilenos; el Museo de Metales Preciosos, con obras y piezas precolombinas de las ruinas de Tiwanaku; y la Casa de Murillo, un antiguo líder revolucionario.

Con ya solo un día y una noche por delante, partí en el primer bus dirección Copacabana. Llegué justo a tiempo para el ferry de mediodía que te deja en la isla tras una hora de navegación, lado norte. La Isla del Sol en esta época del año, y en ese lado, no resulta para nada turística, pese a ser la isla más grande del lago. No hay WiFi, hay muy pocos restaurantes, y los hospedajes son sencillos. La playa junto a Challapampa desprende paz: las vacas se adentran en la orilla para remojarse junto a los niños, las señoras cruzan por la arena cargadas con sus productos, los hombres charlan vigilando sus negocios o arando los cultivos. No es de extrañar que los incas la usaran como santuario dedicado al dios Inti o Sol. A lo largo de toda la isla se encuentran varios sitios arqueológicos, entre los cuales la Roca Sagrada, desde donde se dice que salió Manco Cápac a fundar la ciudad del Cusco. Me junté con una rumana y un israelita, extraña mezcla, para hacer una pequeña excursión hasta el atardecer, culminando en una preciosa puesta de sol, antes de acostarme y volver a tomar el ferry de vuelta a Copacabana.

La Isla del Sol fue como un último descanso antes de emprender la ruta definitiva de vuelta a Cusco, cruzando la frontera, muy próxima a Copacabana, parando de nuevo en Puno, hasta completar nueve horas más de bus -las últimas- y llegar a la capital del Imperio Inca a las dos de la mañana en un estado soñoliento, nervioso, casi irreal. Ahora vuelvo a estar aquí, donde empecé. Bolivia ya me queda lejos, como un recuerdo vago de un país hermoso que nunca tuve tiempo de visitar como se merece, teñido por una decadente melancolía de un pasado arrebatado y un presente sin salida. Pero los círculos se cierran, y vuelvo a estar aquí, aunque no en el mismo espacio, aunque no con la misma gente, aunque yo ya no sea la que llegó un 29 de septiembre con toda Sudamérica por descubrir. Lo importante es poder cerrarlos, y para ello, a mí todavía me queda un tiempo, el justo y necesario, y al menos una cosa por hacer antes de dejar ir este momento de la vida que empezó hace casi ocho meses. Cusco, espérame nomás.

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