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Mochileras chasconas y tiro porque me toca: Valparaíso

Uno de enero de 2016. 23:25h. Nos alejamos de Reñaca, Viña del Mar, Valparaíso. De viaje, a menudo uno se siente como en un juego de azar, viviendo a merced de unos dados cuyo destino no nos está reservado. En mi caso, como si hubiera caído en la casilla del pozo sin poder avanzar, los últimos días de 2015 en Valparaíso se me pasaron agradablemente lentos, pausados, -piola, como dicen acá-, felizmente teñidos por la luz tardía de fines de diciembre en el hemisferio sur.

Lidia y Ernest duermen a mis dos lados de un autobús de dos plantas que casi se nos escapa. Nos despedimos rápido de los otros, sin querer hacerlo, tras pasarnos el día en la playa construyendo castillos de arena y cruzando los hilos policromados de una pulsera a medio hacer (¡gracias, oh maestra, mi maestra!) para culminar en las dunas de Con-Cón en una maravillosa puesta de sol entre jóvenes practicando sandboard y otros, como nosotros, absortos con el color que desprende el horizonte cuando entran en conjunción el sol y el mar. Anoche tuvimos la ocasión de celebrar el año nuevo en una preciosa casa de madera con vistas a un Pacífico bordado de fuegos artificiales de mil colores y aliñado con sabor a barbacoa y terremoto, la bebida nacional. Nos acompañaban Carlos y Alejandro, los “best couch ever” que nos acogieron dulcemente durante tres días en su reciente estudio de arquitectos, transformado en una casa de colonias improvisada, junto a unas ocho francesas mochileras (entre las cuales, Allison, una simpática chica de Toulouse que encontramos camino al Muelle de las Almas, Chiloé) y un extravagante americano de Kansas. Extraña mezcla, aunque de lo más genuina. Ni siquiera nos importó sustituir las tradicionales uvas de Nochevieja por unas tristes nueces partidas en doce trozos, humedecidas sobre un ridículo plato recién sacado de la vajilla para los tres. Feliz año nuevo. Ya lo extraño, po.

Laura, mi compañera de juego durante el último mes, se me escapó hace dos días, robándome el turno para llegar a la casilla final del año unas horas antes que yo, de vuelta a nuestra querida Barcelona. Tomamos una última cerveza en Valpo en un bar con forma de autobús llamado El viaje, conscientes de que no íbamos a seguir compartiendo cama, desayuno, viajes nocturnos de ocho horas, sueño, risas, conversaciones y encuentros fortuitos varios durante mucho tiempo. Tras pasarnos casi veinte días juntas las 24h aquí y allá, además de casi veinte años de profunda amistad, pueden imaginar la extrañeza ante tal desubicada despedida. O quizá, lo más extraño de todo fuera que tras precisamente todo este tiempo no acabáramos por tirarnos los platos por la cabeza, sino al contrario, por unirnos todavía un poquito más. Compartir tramos de viaje con distintos amigos me está resultando todo un experimento antropológico. Lo que me tiene cautivada es que cuanto más largo el tramo, más matices de una persona -o de la relación de esa persona contigo- salen a la luz. Y aunque haga veinte años que la conoces y la frecuentes a menudo, aun puedes observarla de nuevo como si os acabaráis de conocer, y supieras con certeza que acabaríais siendo inevitablemente muy amigas.

A modo de afianzar nuestro viaje por tierras chilenas, desde que pasamos por la casa de Neruda en Santiago y partimos rumbo al sur, Laura y yo decidimos realizar una serie de selfievídeos bautizados como “las morenas chasconas” -adjetivos que nos definen a ambas, lo cual suele originar en nuestras redes de conocidos todo tipo de confusiones desde que éramos pequeñas hasta hoy día (“¿son hermanas? ¡se parecen caleta!”)-, con el modesto subtítulo de “mochileras por Chile”, por esta vez. Dichos calificativos fueron metamorfoseándose con el curso del viaje hasta llegar de vuelta al norte en Valparaíso con el apelativo de “yayas lesbianas okupas de la casa” -resultado de una mezcla entre karaokes de Alejandro Sanz con unos piscos de más en un antro llamado Orquidia en Puerto Varas; un adorable couch fanático de las peceras y de toda la cultura celta (entiéndase, frikie de juegos de rol, Star Wars y El Señor de los Anillos); un tutorial práctico sobre cómo hacer un auténtico Caga Tió catalán y demás tonterías varias que consiguen pincelar de intensidad todo viaje de placer. Todo tiene una explicación, pero no creo que sea tan interesante para la narración más que saber que le acabamos cogiendo el gusto a la filosofía Coachsurfing de no pagar hasta el punto de no salir de las acogedoras casas de nuestros hosts en todo un día y medio de otro, aprovechando al máximo nuestra estancia para “surfear” de la cama a la cocina y de la cocina al sofá, chupando electricidad, Wifi y agua sin parar. O quizá, hacia el final del juego, simplemente necesitábamos una merecida pausa.

Lídia llegó antes de que Laura se fuera, y después de que esta terminara su periplo artístico-sonoro por Chile con un concierto de tres horas sobre una pieza de Erik Satie interpretada alargando cada nota hasta hacer desaparecer su sonido por completo mientras el resto disfrutábamos de un asado en el patio de una casa del Cerro. Laura acabó abducida por el piano, en un estado semi-consciente; nosotros acabamos también abducidos, solo que por el vino. Por la mañana abandoné nuestro colchón compartido en la casa de Lele y Danila, pareja adorable de artistas, ubicada en lo alto del Cerro Cárcel, para trasladarme junto a Lídia al estudio de Reñaca. Decidimos aprovechar la tarde para visitar la ciudad con los concurridos Free Tours de la mano de un humilde guía local. Valparaíso es una ciudad hermosa, como afirma su nombre (Valle del Paraíso), aunque caótica. A una hora de Santiago, en la costa litoral, se alza entre más de cuarenta cerros repletos de edificaciones decadentes con un toque bohemio-revolucionario. En su historia, ha soportado terremotos, tsunamis e incendios varios inexplicablemente. Sin duda, la definen sus coloridos graffitis y fachadas. Unos dicen que empezaron a pintarlos para aprovechar la pintura que sobraba de las embarcaciones. Otros, que era una forma de reconocer las casas desde adentro el mar. Los más cínicos, que se trataba de reconocerlas, pero por parte de los borrachos que alargaban la noche al volver a casa. Los más reputados grafiteros son Un Kolor distinto y el caricaturista Lukas, cuya obra se recoge en un museo del Cerro Concepción, al cual se accede subiendo por los característicos ascensores porteños, cerca de la plaza Aníbal Pinto. Recorrimos la ciudad por sus distintos paseos, desde Gervasoni, Atkinson y el Yugoslavo, pasando por modestos miradores entre el Cerro Alegre y Concepción, para acabar en la plaza Sotomayor y el Muelle Prat. Luego nos recogimos para Reñaca para esperar la llegada de Ernest al día siguiente y nunca más volvimos. Pese a todo, Valparaíso es una bonita ciudad, lo es. Volveré.


Rumbo al norte. Parece que me espera un nuevo tablero. No recibí más instrucciones, pero creo que las reglas son las mismas, solo cambian los jugadores. Quizá a veces es bueno perder el turno y quedarse estancado en una casilla sin salida hasta que nos vuelvan a pasar los dados -como en la soleada Reñaca, por ejemplo. O quizá es mejor, de día en día, seguir tirando porque nos toca. Próximo destino: Norte Chico, Chile.
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