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Un inca llamado Pachacútec

(o la Ítaca peruana)

"Te vas a casar con un peruano, de apellido Pachacútec", me dijo el Sr. X, con una sonrisa en la boca. Luego descubrí que dicho apellido hacía referencia al noveno emperador inca ("el que hace volver la tierra"), ni más ni menos que el que mandó construir la impresionante ciudadela de Machu Picchu hacia mediados del siglo XV. Nunca pretendí llegar a tal condición, pensé, pero ya estaba en mis planes visitar una de las nuevas maravillas del mundo, así que esta semana, cuando se me presentó la ocasión de visitarla, acepté sin pensarlo.

Miércoles, 7h de la mañana, J. me esperaba en la catedral de la Plaza de Armas con una mochila ligera y su gorra azul puesta. "Pensaba que no vendrías", me recibió, aliviado de que no fuera así -el plan: caminar unas ocho horas desde el km 82, en Piscacucho, cerca del pueblo de Ollantaytambo, hasta Aguas Calientes, km 110, la población en la que se hace noche antes de subir al Machu Picchu*. Lo que no sabíamos es que el coche que nos debía llevar hasta Piscacucho nos dejaría en la población anterior, 5km antes, a causa de obras en el camino que impedían la circulación en ese momento. Una hora y media más a sumarle a esas prometidas ocho horas. Un paseo, vamos.

Hacia las once de la mañana llegamos al km 82, supuesto inicio del camino, con una botella de agua y algunas provisiones ligeras para no entorpecer nuestra marcha. Un impresionante camino pedregoso se abría ante nosotros en medio del inmenso valle iluminado, bifurcado en paralelo entre el río Urubamba y las nostálgicas vías férreas. Avanzando entre campos de calabazas y flores silvestres, subiendo senderos y cruzando puentes y túneles que dejaban entrever ruinas incas en cada esquina, una todavía se sentía como Indiana Jones en El reino de la calavera de cristal. Digo todavía porque luego, ya entrada la tarde, esquivando el camino al son de la bocina cada vez que pasaban los imponentes trenes en dirección a Aguas Calientes, deshidratada y repleta de picadas de mosquitos diminutos -hoy en día sigo rascándome-, una se sentía más bien cual refugiado siguiendo las vías de un tren al que no puede subir (y perdóneseme la inoportuna comparación). Y al final del día, hacia las seis de la tarde cuando empezó a oscurecer ya llegando a la central hidroeléctrica en el km 100, iluminados solo por la tenue luz de nuestros móviles, a una hora de nuestro destino, una simplemente ya no se sentía. Pero llegamos. Depositamos nuestras mochilas en un hostal cualquiera, nos dirigimos a la oficina de turismo para comprar nuestros boletos para primera hora al día siguiente -gracias al descuento de estudiante, me salió a mitad de precio: de 128 soles a solo 65, unos 19 euros-, nos duchamos y nos dejamos caer en la cama, muertos, pero satisfechos por nuestra hazaña.

5h de la mañana, suena el despertador. Me levanté al instante y me vestí impaciente, como una niña que espera su regalo prometido. J. me miró, divertido y soñoliento, y me propuso subir en bus en lugar de a pie, ahorrándonos la hora y media cuesta arriba, "ya caminamos suficiente ayer", se justificó. Acepté a regañadientes, la emoción me pudo, y pagué el abusivo ticket de 38 soles por media hora de bus más 40 minutos de cola formada por turistas venidos de todas partes. Hacia las seis y media ya estaba cruzando la entrada, me separé de la masa de turistas subiendo las escaleras en dirección a la Cabaña del Guardián, y me encontré de golpe al giro con la imponente ciudadela del Machu Picchu ante mí. Aun mascando mis primeras hojas de coca, me aposenté en un rincón para poder admirar a mis anchas el yacimiento arqueológico más conocido de Sudamérica, sumido en las cumbres borrascosas que anunciaban un nuevo día.

Aislándose del resto, uno no puede evitar sentirse como Hiram Bingham, el explorador estadounidense que en 1911, de la mano de un niño de familia campesina que solía pasturar por esos parajes, llegó a las ruinas de la ciudad perdida más importante de la civilización inca. El Machu Picchu ("Montaña vieja") es objeto de mitos y leyendas varias tanto para peruanos como para historiadores de todo el mundo. A 2430msnm (casi mil menos que Cusco, nunca lo entendí, siempre seré de letras), en la provincia de Urubamba, delimitando la frontera entre el Valle Sagrado y la entrada a la selva amazónica, se alza impasible, provocando asombro a quien lo observa detenidamente. Existen varias teorías. Unos dicen que se construyó como residencia de descanso para Pachacútec o como lugar de retiro de la realeza, en el que todo estaba compuesto de oro puro; otros, que se trataba de un emplazamiento militar al estilo del Pentágono americano; los más nostálgicos, que se fundó en el ocaso del imperio en un intento por preservar la cultura inca. En cualquier caso, es un lugar mágico, sin duda.

El resto de la mañana me lo pasé deambulando por la ciudadela, perdiéndome sin rumbo ni guía por sus parajes, desde el angosto sendero que parte hacia el Puente Inka hasta el Templo del Sol y el del Cóndor, la Casa del Inka, la Roca Ceremonial, Intiwatana o los distintos andenes o campos en terrazas. Hacia mediodía, me pudo el cansancio y decidí volver -esta vez, bajando a pie, donde me topé con un coche de policía al cual le rogué con mi mejor sonrisa que me bajara al pueblo y aceptó, pese a tenerlo prohibido, a cambio de cinco soles que acabaron siendo cuatro.

No me quiero extender más. Solo diré que tras comer un plato de chicharrón en el mercado, caminamos unas tres horas más -ahí sí que ya no era persona, suerte de J. que me cuidó todo el camino- hasta Hidroeléctrica por un camino precioso que no pude apreciar, donde cogimos un taxi hasta Santa Teresa, o más bien hasta la cama de otro hostal cualquiera en el que me sumí en un profundo sueño. Al anochecer, visitamos el pueblo que casualmente estaba en plenas fiestas, y pudimos presenciar un concurso escolar de bailes provincianos inspirados en el Carnaval y en las fiestas campesinas -chicos y chicas en coloridos atuendos tradicionales representando al son de música peruana rituales varios como la plantación de café, el acto de seducción de las solteras, o las luchas entre marido y mujer al más puro estilo serrano (es decir, a hostia pura. Para más detalles sobre esto último, les remito a un próximo capítulo sobre las relaciones de género en Perú.) Al día siguiente, visitamos los baños termales de Cocalmayo, nos dirigimos en coche por una inestable senda hasta Santa María, y esperamos el bus de vuelta donde me dormí casi las cinco horas de viaje.

¿Lo curioso? Cual si de un viaje iniciático a la altura de la peregrinación a la Meca (quizá exagero), comparable a las caminatas por Petra, la magnífica ciudad de la civilización nabatea (luego he sabido que son ciudades hermanadas), lo cierto es que este pequeño viaje, intenso y agotador, me ha marcado. Hasta el punto que, vislumbrando Cusco desde el asiento del autobús, no pude más que sonreir por sentir ya estar de nuevo en casa.

*Nota al pie (aunque no sea de Mariona): para los que no conocen, la ruta normal es ir desde Cusco a Ollantaytambo en un bus local, luego ir en coche hasta el km 82 desde donde parten los característicos trenes azules de Perurail para cubrir los 32km y casi dos horas de trayecto hasta Aguas Calientes por el módico precio de unos 60$ (unos 190 soles peruanos)Notara alternativa es recorrer los 43km del Camino Inca (o Inka Trail) divididos en 4 días, haciendo noche en campamentos, junto a un guía organizado por unos 500$ en total. Nuestra opción: realizar esos 32km a pie en un solo día, de una tirada de más de ocho horas, siguiendo las vías del tren y caminos alternativos.

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