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¡Ay, mi salta querida!

Tierras norteñas

A medida que uno avanza rumbo al norte de Argentina se sabe visitante de tierras únicas. Lejos del bullicio de la capital porteña, de la sofocante humedad subtropical de Iguazú, de los fríos lagos patagónicos y de la luminosa alteridad fueguina, el norte se alza entre vastos cerros multicolores, pintorescos pueblos coloniales y serpentuosas rutas sin asfaltar. Como sucede en todos los límites circundantes entre países, de a poco se degradan las líneas trazadas artificiosamente en las fronteras argentino-bolivianas dejando paso a un ambiente mestizo heredero de aquel pasado inca de antaño en el que el Tawantinsuyu extendió sus dominios capitaneados por el Cusco desde la actual Colombia hasta Chile.

Mi transición hacia el norte empezó en Mendoza, tras un vuelo con retraso desde Ushuaia en que las Aerolíneas Argentinas me penalizaron por no ser residente haciéndome pagar el doble de lo que ya había pagado por mi pasaje. No importa, me acomodé en el tranquilo y acogedor hostal El Álamo, cerca de la plaza de Chile, dispuesta a conocer la ciudad y a dejar atrás el frío del sur. Después de Buenos Aires, Córdoba y Rosario, Mendoza es la cuarta ciudad más grande de Argentina y está ubicada al este de la cordillera de los Andes, próxima a la frontera chilena a la altura de Santiago. Pasearse por sus características avenidas, todas anchas, arboladas y con desagües calculados al milímetro (como consecuencia del terremoto de 1861, por el que se decidió disponer estratégicamente de cuatro plazas menores circundando a una plaza mayor), bajo su impertérrito cielo soleado (del que los mendocinos se enorgullecen encarecidamente), hace que nos olvidemos que se trata de una gran ciudad: Mendoza respira tranquilidad. Además de varios museos interesantes, buena vida nocturna y el bonito parque de San Martín, a esta ciudad se la conoce por excelencia por sus cultivos vinícolas -de ahí el dicho: “quien vino a Mendoza y no tomó vino, ¿a qué vino?” (o la variante mendocina “mejor borracho conocido que alcohólico anónimo”). Pues eso, los mendocinos están orgullosos de sus tierras hábiles para la producción de vino y así lo muestran en las degustaciones que ofrecen sus múltiples bodegas en el departamento de Maipú, destacando, cómo no, la reserva de Malbec, condecorada con premios internacionales. Exquisito.

El atractivo turístico número dos son los alrededores de la ciudad, o la llamada excursión “Alta Montaña”. Esta se caracteriza por discurrir en la deslumbrante ruta 7 hacia Chile (donde se convierte en la ruta 60), pasando por la Panamericana y bordeando la Precordillera de los Andes, en un paisaje árido pero impresionantemente bello en el que se pueden observar cóndores sobrevolando el cordón de los siete colores, el pequeño puente de Picheuta y el insólito Puente del Inca (en que el río Las Cuevas horadó la montaña formando un colorido puente natural de aguas termales), los pueblos de Uspallata, Polvareda y Los Penitentes, y un mirador al nevado cerro Aconcagua (de 6.962 metros, constituye la cima más elevada de América y uno de los Siete Cerros que todo deportista debe alcanzar, como hizo Kilian Jornet en el 2015 con un récord de 12 horas y 49 minutos). El tour finaliza en lo alto del Cristo Redentor, a 4.200 m y bajo la nieve, donde solo un paso limita la frontera entre Argentina y Chile como símbolo de fraternidad entre ambos países.

Visto lo imprescindible, y con el tiempo justo, me dirigí en unas nueve horas de bus nocturno hacia la segunda capital argentina: Córdoba. Muy a mi pesar, y aunque tan bien había oído hablar de esta ciudad, me llovió casi sin parar durante los cuatro días que me alojé en ella. Me quedé una noche en el hostal Babilonia, de ambiente agradable y mayormente nacional (ya estaba harta de encontrarme con anglosajones…), y dos por medio de Couchsurfing (ya tenía yo ganas de volver a tener contacto local) en casa de Juan, un hospitalario argentino con el que compartí una interesante velada charlando sobre viajes, literatura y política. Córdoba, con millón y medio de habitantes, es una vasta ciudad que tiene de todo. El centro destaca por la llamada Manzana Jesuística, con sus bonitas iglesias y patios coloniales, entre las aglomeradas calles Obispo Trejo e Independencia, dejando al lado el shopping Patio Olmos y rodeando la Plaza San Martín con su magnífica catedral. El barrio de moda, sin embargo, se ubica en Nueva Córdoba, en el barrio de Güemes, donde comercios de artesanía y libros pueblan el Paseo de las Artes (que los fines de semana acoge una bonita feria), circundando con la romántica Cañada por un lado (algo así como el parisino Canal San Martin) y el Paseo del Buen Pastor por el otro. Como museos, me gustó el Sitio de la Memoria, antiguo centro clandestino de detención, tortura y exterminio, muy apropiado para visitar en días de lluvia, en el que se relatan las escalofriantes historias de los presos desaparecidos durante la dictadura militar.

Aun así, lo que los cordobeses recomiendan no es tanto la ciudad como la sierra cordobesa. Otra vez, debido al mal tiempo, me quedé sin ver La Cumbrecita, Villa Carlos Paz, Villa General Belgrano o Mina Clavero, aunque sí pude hacer una visita exprés a Alta Gracia, cuna del mismísimo Che Guevara, en las Sierras Chicas, donde vivió muchos años debido a las condiciones climáticas favorables para su enfermedad asmática -en una casa que se convirtió hoy día en museo del revolucionario argentino.

Dejé Córdoba para tomar otro bus de unas trece horas en dirección a Salta. Allí me esperaba Diego, quien me contactó a través de Couchsurfing para hospedarme en su divertido hostel La Covacha, donde pasé cuatro noches de lo más movidas. Llegar a Salta, “Salta la linda”, fue un golpe de aire fresco para mí. Tras dos grandes ciudades y un clima contrario, Salta me recibió con ese sol norteño, andino, incluso resucitante, que tanto echaba de menos. Tras acompañar a Diego a por varios recados, me familiaricé con la ciudad mientras este me contaba de las costumbres, historia y cultura de los pueblos norteños. Como todos los últimos argentinos con quien me he cruzado, Diego se mostró muy en contra del gobierno de Macri y, sin alabar ni menospreciar a Cristina, reconoció sus esfuerzos por descentralizar el poder de la capital hacia las demás provincias como Jujuy, de donde proviene él, región que sufrió terriblemente con el famoso éxodo jujeño -estos y otros episodios de las provincias norteñas constituyeron el alimento del característico folclore que acompaña su cultura, con un destacado repertorio que inunda las peñas nocturnas de artistas y habitantes de a pie hermanados en torno a una mesa, voz, guitarra y cerveza en mano. Ahí me llevó Diego la primera noche para apreciarlo en su máximo esplendor en una de las mejores peñas de la ciudad: La Casona del Molino.

Seguí mi visita subiendo al Cerro junto a Aga, una simpática polaca residente en Australia que resultó seguir la misma ruta que yo hasta la frontera con Bolivia, por lo que pasamos el resto de días juntas. Decidimos aprovechar los días al máximo y contratamos dos agotadores aunque preciosos tours por los valles calchaquíes: Cachi y Cafayate. Como las noches se alargaban en la terraza de La Covacha hostel, entre asados, competiciones de tortilla de patatas y conciertos, y nuestros tours salían a las siete de la mañana irremediablemente, la verdad es que acabamos exhaustas aunque satisfechas. Cachi es una pequeña localidad de casas blancas a la cual se llega pasando por la Cuesta del Obispo, un tramo zigzagueante que conecta el valle de Lerma con el alto valle Calchaquí, y atravesando el parque nacional Los Cardones (un valle plagado de cactus) mediante la conocida recta del Tin Tin. Cafayate, a su vez, forma parte del circuito de la Ruta nacional 40 y es reconocida por la calidad de sus vinos, los cuales degustamos tras hacer camino por la Quebrada de las Conchas, una atracción natural impresionante caracterizada por sus formaciones rocosas, en especial, la Garganta del Diablo y el Anfiteatro.

Como dije, Aga y yo acabamos satisfechas, aunque hartas de tanto tour Intensivo. Partimos a la mañana siguiente todavía unas cuatro horas más al norte para hacer noche en Tilcara, donde encontramos un simpático hostal en la avenida principal, la Posada del Viejo, en que un sonriente argentino nos prometió servir los mejores desayunos de todo Tilcara. No resultó ser tanto así pero decidimos quedarnos igual por no cargar más con nuestras pesadas mochilas (Aga había comprado dos botellas de vino y una de aceite de oliva en las bodegas, así que ya podéis imaginar…). Ubicado entre montañas, en pleno centro de la quebrada de Humauaca, Tilcara es un pueblo tranquilo y precioso, aunque turístico y de aires hippies. Desde este se puede visitar Purmamarca a una media hora en bus al sur con su admirable Cerro de los Siete Colores, y Humauaca a una hora al norte, con las serranías del Hornocal (o de los catorce colores, a ver quién puede más) -aunque este último no pudimos apreciarlo ya que recién entramos en temporada baja y los colectivos no quisieron subirnos a nosotras dos solas por un precio razonable, así que desistimos y nos refugiamos de nuevo en la cafetería-librería con WiFi de nuestra querida Tilcara donde el impaciente camarero acabó por echarnos con nuestra segunda botella de vino sin terminar.

Nos quedaba solo una parada hacia el norte antes de alcanzar la frontera con Bolivia: Iruya. Tanto nos habían hablado de este pequeño pueblo perdido en las montañas que decidimos ir a pasar nuestra última noche argentina. El destartalado bus tardó cuatro horas de siniestras curvas en llegar a Iruya. Nada más bajar, decenas de familias vinieron a recibirnos ofreciéndonos hospedaje por un precio ridículo en tierras argentinas, y así nos dirigimos a una de sus casas. Poco más puedo añadir a nuestra estancia en Iruya, más que irradia una inquietante tranquilidad que se percibe en sus habitantes, aislados de un modo un tanto preocupante pero aparentemente felices. El pueblo conserva sus angostas calles empedradas, con casas de adobe, piedras y paja, y al atardecer se sumerge en una espesa neblina que le confiere un aire a lo “ghost town” total.

Al fin, partimos de nuevo a las seis de la mañana (esto ya no parecen ni vacaciones, y yo sigo diciendo, ¡qué duro es ser mochilero!) con el bus de regreso que nos dejó en el cruce de la carretera en dirección a la frontera, no sin antes haberse quedado sin batería en mitad de la nada durante más de media hora (no me pregunten cómo hizo el chofer para salir del aprieto, estaba demasiado dormida). En ese cruce nos concentramos once turistas de distintas nacionalidades cuyo único objetivo era tomar “El Quiaqueño”, el bus que se dirige a La Quiaca, último pueblo norteño antes de Bolivia. Metidos todos en una casita que sirviera de santuario esperamos cobijados del viento frío mientras una pareja de franceses probaban de hacer dedo (no funciona, ya lo probamos nosotras también y nada) hasta que por fin apareció el bus.

Cruzar la frontera La Quiaca-Villazón fue pan comido. Es la primera que cruzo a pie (siempre iba en un bus anteriormente contratado de un punto a un otro, pero en este caso no se podía), y la primera que no tengo que hacer cola para que me sellen la entrada ni me confiscan frutas -pese a la extraña mirada del guardia de aduanas, al perderse ya entre las repletas páginas de mi pasaporte. Es la primera, también, en Sudamérica, en la que vi más tráfico de mercancías, cargadas caóticamente en carros de dos ruedas por una pasarela abarrotada de gente corriendo de un lado a otro como si les fuera la vida.

En fin, vuelvo a estar de nuevo en Bolivia, dejando atrás un mes y medio de ruta por esta altiva, dispar, culta y a la vez hermosamente decadente Argentina. Y ya van más de seis meses y medio de viaje. Seguimos.

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