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La magia del azar trazando caminos

–en la línea ecuatorial–


Cada vez que subo a uno de estos buses de la muerte, me llevo la mano derecha a mis labios y beso mi dedo índice en un impulso rápido, suave, imperceptible para el resto. No soy creyente, nunca lo fui, pero en esos momentos siento la necesidad imperiosa de rogarle a alguien, a algo, que llegue a salvo al próximo destino. Este va a ser el viaje más largo de los incontables trayectos en bus que he hecho en Sudamérica -y en cualquier parte del mundo, de hecho- y el último en que cruzo frontera. Quito (Ecuador)-Cali (Colombia): más de veinte horas. Como siempre que puedo, escojo asiento en primera fila, segundo piso, como para apoderarme de la carretera y ser consciente del trayecto, examinando cada curva del camino, cada cambio en el paisaje. Creo que estos largos y pesados viajes se han convertido en una especie de ritual para mí, un momento de transición en que no estoy ni aquí ni allá, en que, por unas horas, el tiempo se suspende y me obliga a conversar conmigo misma.

Recién paramos en un área de servicio a desayunar o almorzar, no me quedó claro, entre los pasajeros que vienen de más lejos (el bus salió de Lima, aunque algunos llevan días viajando desde Santiago de Chile) se rumorea que no volverá a parar hasta mañana -aparentemente, ayer no lo hizo. Salgo a fumar con un colombiano que estudia en Canadá, pero que hizo su proyecto final en Quito y se dirige a Bogotá después de años de ausencia. También está emocionado. A nuestro lado, una holandesa se queja de que la compañía Cruz del Sur no ofrezca comida en todo el trayecto. Otro extranjero, rubio y alto, de cuyo origen no tengo dato alguno, se distrae con su música, ajeno al resto. Entro en el área de servicio a tomarme un jugo y dos chicas me llaman con signos para que me siente a su lado. También son colombianas, de Cali. Me cuentan cómo todo pasa por alguna razón, y si debía llegar a Cali, era por algo. Me gustará, me dicen. Vuelvo a salir a fumar. Un poco más allá tres chicas de Israel hacen uso de los datos de sus teléfonos móviles para llamar a conocidos y compartirles su indignación por la lentitud de los servicios ecuatorianos, algo inaceptable en su país. El estudiante colombiano me mira y se ríe: “pero esto no es Israel, esto es Sudamérica, donde viajar es una aventura”. Totalmente. Por un momento, se me pasa por la cabeza la idea de que este se convierta en un viaje eterno, en que a modo de la exitosa serie televisiva Lost, los pasajeros nos veamos obligados a compartir nuestras vidas con absolutos extraños, unidos por el azar del boleto de un bus cuyo itinerario solo se realiza los viernes. Y cuántas veces no has pensado en que, si hubieras hecho este viaje por Sudamérica un año atrás o adelante, o incluso unos días, la gente con la que te has cruzado hubiera sido otra, la experiencia hubiera sido otra. La magia del azar trazando caminos. Pero en eso consiste el viaje, ¿no?


Mi breve estancia en Ecuador fue de lo más grata. Dejé mi Cusco querido con pena y sin ninguna expectativa más que llegar a Colombia cruzando Ecuador desde Piura, en Perú, hasta la frontera con Cali en menos de dos semanas. Y, sin embargo, ahora siento que, como en Bolivia, me quedaron muchas cosas por ver en este país ecuatorial. Llegué a Loja con un bus nocturno, cruzando la frontera por primera vez en la oscuridad de una noche silenciosa, desértica, envuelta de una vegetación selvática apenas distinguible. El taxista esperó a que el propietario del hostel Londres se despertara para abrirme la puerta y me dejara sumirme unas horas en un sueño recuperado de madrugada. Mi visita a esta ciudad se limitó a una mañana, tras la cual, pese a apreciar sus limpias calles, parques, iglesias e itinerarios en homenaje al Libertador Bolívar, decidí partir en dirección a Cuenca, a cuatro horas para el norte. Dicen que Cuenca es una preciosa ciudad colonial, pequeña pero de lo más acogedora, que compite con Quito por ser la más bella del país -incluso la apodan la “Atenas del Ecuador”- y yo lo confirmo . El hostel Cigale, de dueño francés obviamente, me recibió con un modesto concierto en vivo y un bar repleto de ecuatorianos residentes en ese centro cultural de aires bohemios. Cuenca es una de esas ciudades en que, no sé sabe muy bien por qué, uno se siente a gusto nada más llegar. Tuve la suerte de coincidir en el desayuno con Guillem, un chico catalán con el que pasamos todo el día siguiente visitando la ciudad, pese a la incipiente lluvia. Paramos en dos museos: el Museo Pumapungo y el Museo del Sombrero. El primero, francamente muy bien gestionado, alberga gran cantidad de objetos etnográficos testimonio de una cultura diversa compuesta por múltiples etnias desde la costa, a la sierra y la selva, junto a sus atuendos, formas de vida, costumbres y ritos -del que me sorprendió sobre todo la tzantza, práctica de la tribu indígena selvática de los shuar que consiste en reducir la cabeza del oponente una vez ya muerto para conservarla como talismán y trofeo de guerra. Ofrece asimismo una exposición de numismática, en que se explica cómo en el 2000 se pasó oficialmente de la antigua moneda, el sucre, al actual dólar (igual que el americano, solo que con indígenas o personalidades ecuatorianas en el reverso) debido a la alta inflación que arrastraba el país desde los años ochenta. El segundo, es un museo, tienda y taller de confección de los originales sombreros de paja toquilla o los mal llamados “panameños” -aparentemente, a raíz de la construcción del canal de Panamá Cuenca exportó tantos sombreros de paja que incluso el mismo presidente americano Roosevelt usó uno de ellos al visitar el canal y se acabó popularizando como sombrero panameño. Obviamente, me compré uno. Aunque ya debía partir al día siguiente de esta hermosa ciudad, y tras recorrernos el centro con las vistas de su catedral y sus carismáticas calles, Guillem y yo nos juntamos con dos franceses, también de viaje por toda Sudamérica, para ver el partido de la Copa América Ecuador-Perú y salir a bailar un rato la llamada salsa choque junto a Toño, un afable aunque un tanto ebrio viejito cuencano que nos llevó a un antro pequeño donde tratamos de bailar con un grupo de adolescentes muy divertidos.

Seguí mi camino hacia la costa, en el famoso pueblo fiestero de Montañita, en que César, el amable propietario del hostel Tu Ventura, me vino a recoger tras mi trayecto en bus con escala en Guayaquil. Pensaba permanecer tres días en este pueblo, pero acabaron siendo uno y medio, ya que, a parte de la playa, que tampoco es nada del otro mundo, era plena temporada baja y el reclamo turístico de fiesta loca y drogas al más puro estilo Las Vegas no me sedujo para nada en ese momento -igual que no me sedujeron las cubanas que se alojaban en la habitación de al lado que se pasaron la noche gritando, aunque el hostel estuviera en un entorno idílico. Por suerte, mientras desayunaba pensando en cómo llegaría a Baños, mi próximo destino rumbo al norte, conocí a dos ecuatorianos de Riobamba que se ofrecieron amablemente a llevarme de vuelta con su auto (siguiendo su lema “siembra y cosecharás”), ya que ellos también debían volver, e incluso se adaptaron a mis planes, llevándome a visitar la desértica Playa de los Frailes, en Puerto López, e invitándome a comer un rico ceviche a orillas del mar en un perfecto día de playa en que lo pasé de maravilla. En el largo camino de vuelta, además de compartir música, expresiones e historias varias con ellos (que me precisaron que aquí hablan quichua, que no quechua, porque no tienen ni la e ni la o), paramos en el pequeño pueblo de Jipijapa en busca de un buen café y acabamos topando con un vendedor de café que nos invitó a su casa, presentándonos a su familia (cuya hija no paraba de tomarme fotos), y contándonos cómo había pasado de trabajar en una escuela como profesor a cultivar campos de café debido a la reforma educativa del presidente Correa que hacia 2013 decidió echar a todos los profesores que no tuvieran formación de máster y hacer una llamada a profesores extranjeros. Como suele pasar en este continente, sin embargo, pese a las dificultades el hombre se reinventó con la intención de crear un nuevo negocio familiar en forma de cafetería -aunque, según él, todavía le faltaba entender bien esto del márketing.

Baños, pese a la lluvia, me encantó. Desprende una atmósfera de pueblo de montaña, con su río y su valle, su puente de San Francisco, sus aguas termales y sus calles empedradas que lo trasladan a uno a otra época. Además de los deportes de aventura y las termas de la Virgen, todo junto al hostel La Chimenea en que me quedé, se encuentra cerca del Pailón del Diablo, una impresionante cascada de cien metros de altura que cae con fuerza en un entorno repleto de vegetación y una enorme energía que te absorben. Muy recomendable.

Por fin, me dirigí en unas cuatro horas más de trayecto hasta Quito, la capital. Tampoco tenía muchas expectativas acerca de esta ciudad, y la verdad es que me cautivó. Bastante limpia, con un precioso centro histórico de casas coloniales, la carismática calle Ronda, las vistas desde el TelefériQo o el Panecillo, y sus múltiples iglesias, museos (me gustó especialmente el Museo de la Ciudad, que casualmente contenía una exposición temporal sobre Rayuela de Cortázar) y vida nocturna salsera hacen de Quito un centro muy atractivo. Situado a las laderas del volcán Pichincha -retratado en varias ocasiones por el pintor quiteño Guayasamín, cuyas obras se exponen en su antigua casa y en la Capilla del Hombre, un sobrecogedor centro edificado por el artista en homenaje a la humanidad-, y con vistas al Cotopaxi a lo lejos, Quito cuenta con tres millones de habitantes (por debajo de Guayaquil). No muy lejos del centro se encuentra el mayor atractivo turístico de Ecuador, la Mitad del Mundo, un emplazamiento turístico en torno al monumento que se edificó para marcar la ubicación exacta de la línea ecuatorial en la misión geodésica franco-española que, sin embargo, se equivocó por unos metros -aunque no se equivocaron los incas, de los que todavía yacen las ruinas originales que marcan esa línea correctamente, como me explicó un ecuatoriano que tras hacerme un interrogatorio no entendía por qué su país no era un destino turístico común para los europeos así como lo es Perú -cuestión de modas, supongo. Aun así, yo me quedé cuatro noches en Quito, en el hostel Revolution, que pese a que de “revolution” no tuviera nada -albergaba un silencio sepulcral- es el hostel más limpio y ordenado que he visto nunca, con unas buenas duchas y unas excelentes camas, aunque algo aburrido, sí (tendrían que haber visto la cara del bielorruso que llevaba la recepción al entrar en mi habitación siguiendo su olfato con aires extraños y confesarle yo que había fumado en la ventana, junto a la cama en que, por desgracia, dormía él). Me quedé cuatro noches, digo, y me encantó -incluso tuve la oportunidad de hacer un tour de un día a la magnífica laguna dentro del cráter de un volcán llamada Quilotoa, pasando por el auténtico mercado de animales de Saquisili.


Ahora estoy de nuevo en ruta y dejo atrás este pequeño aunque indudablemente hermoso país cuya diversidad se resume en su acertado dicho: “en Ecuador, se desayuna en la costa, se almuerza en la sierra y se cena en la selva”. Otro país andino más que me llega bien adentro, aun sin siquiera haberlo considerado en mis primeros planes. La magia del azar, supongo. Sigamos: Colombia espera, fin del camino.




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