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Ruta del Fin del Mundo

“El viento es un rastrillo, una polea, una palanca, el viento sabe, alisa el mapa, corre por todas partes y siempre es forastero, se acerca, toma forma, dibuja un cinturón en torno a Wandernburgo, se deja caer, planea entre los tejados, desnuda chimeneas, despierta farolas, araña muros, se desliza silbando, revuelve la nieve, se posa en los umbrales, llama a las puertas, el viento rueda, ronda, callejea…”

El viajero del siglo, Andrés Neuman

El autobús echó el freno en la desembocadura del estrecho de Magallanes. Ahí donde las aguas del Pacífico y del Atlántico mezclan sus fluidos con bravura, luchando por ganar terreno así como Chile y Argentina se disputan en un sinsentido por trazar los límites de una naturaleza salvaje. El viento es sin duda el máximo vencedor. “A veces se tarda horas en poder cruzar en ferry, hace dos días mismo estuvimos ocho horas esperando a que apaciguara”, me dijo el chofer indicándome que me bajara del bus. Me acerqué a la costa para apreciar el paisaje. “¿Cómo hizo Magallanes para llegar hasta aquí con sus naves? Uno se lo pregunta, ¿cierto?”, comentó un viejito de Rosario a su esposa, mientras perdía la mirada en el estrecho donde dicho explorador intentó hallar el paso hacia el Mar del Sur. Entré en el único café perdido en medio de esas tierras remotas, en la comuna pionera de navegantes de San Gregorio. “Uf, viene desde muy lejos usted, señorita”, me soltó un hombre mientras le daba un bocado a su almuerzo de media mañana. “Sabe, esta tierra es chilena, y ya del otro lado, un poco más lejos, vuelve a ser argentina. Antes, la habitaban los tehuelches.” Leí un panel colgado en la pared tras suyo que efectivamente contaba de los orígenes de este pueblo de nómadas cazadores recolectores y de su contextura alta y atlética que les otorgó el apodo de “gigantes patagones” (‘de pie grande’, lo que dio nombre a la región de la Patagonia). El chofer nos llamó: el ferry estaba listo, podíamos cruzar. Volvimos a subir al bus y seguimos en camino hacia la Tierra del Fuego. Ante nosotros, nos esperaban horas y horas de paisajes áridos, sin atisbo alguno de vida más que algunas ovejas de vez en cuando. Dicen que Magallanes en su llegada vislumbró grandes fogatas que desprendían mucho humo de mano de rituales indios junto a las aglomeraciones de gas natural que emanaba esa región y por eso la bautizó como Tierra del Fuego. Junto a mi asiento, una señora de avanzada edad de Santiago, que se dirigía como yo por primera vez a Ushuaia para visitar a su hermana enferma, observaba por la ventana, un tanto atemorizada. “Cuánta tierra perdida… ¿Y usted,” me interpeló, “qué es lo que viene a comprar aquí?”, “¿Perdone?”, le respondí, “Sí, no sé, porque los españoles ya tienen todo comprado en Chile, las carreteras, la telefónica…”. Me sonrió con timidez. “No, yo no vengo a comprar nada”, le dije, “yo vengo a escuchar, a ver qué me dicen estas tierras.”

Salí para Ushuaia después de pasar una semana en el pequeño pueblo costero de Puerto Natales, en la frontera chilena. Me albergué en el familiar hostal Dos Lagunas, donde su dueño, Alejandro, me recibió y me brindó una clase magistral de cerca de una hora sobre los trekkings en Torres del Paine. La última vez en Chile, con Laura, ya me quedé con ganas de llegar hasta este impresionante parque natural de difícil acceso (desde donde estábamos, Puerto Montt, se debe navegar durante cinco días en barco o tomar un costoso avión; desde el sur de Argentina, sin embargo, queda solo a unas cinco horas de bus). Como no quería ir sola, ya que es de entrada libre sin guía y de varios días de excursión, me uní a dos parisinas, Julia y Manon, enérgicas y alegres ellas y recién salidas de una de las mejores Business schools de Francia con máster en Londres, que apenas acababan de empezar su viaje de cinco meses por Sudamérica. Estas llevaban dos días recorriendo todos los cajeros de Puerto Natales para obtener los pesos suficientes para la visita al parque, sin éxito, ya que su banco les bloqueó al mínimo las extracciones en Chile. Al final, lograron juntar la cantidad requerida mediante astucias varias y pospusieron el trekking unos días, lo que me permitió ir con ellas.

Ir a Torres del Paine requiere su preparación: alquiler de tienda, saco térmico, cocinilla y utensilios, además de toda la comida necesaria para los días que se pretende pasar dentro de este, bolsas de basura y bolsitas de cierre hermético para evitar que los zorros, pumas, ratas o demás animales sueltos te roben la comida. Nosotras decidimos hacer la W en dos noches y tres días completos, obviando el tercer pico, el Glaciar Grey, porque acabábamos de visitar el Perito Moreno -así que supongo que en realidad hicimos una M: subimos el primer día a las Torres, que se nos mostraron algo nubladas, haciendo noche en el campamento base de mismo nombre; seguimos el segundo día de caminata soleada bordeando el precioso lago, pasando por el refugio Los Cuernos hasta llegar al camping francés, donde acampamos de nuevo bajo un frío de lluvia; y acabamos nuestra ruta alcanzando el mirador del Valle Francés desde el cruce del camping italiano, entre aguanieve y viento propios de inicios de otoño, hasta llegar a dar la vuelta entera finalizando en el refugio Paine Grande, donde tomamos el último catamarán y bus de tarde de la temporada para regresar de nuevo a Puerto Natales a medianoche. Volvimos exhaustas, con dolor por todo el cuerpo, pero satisfechas. El parque nacional de Torres del Paine, ubicado a 112 km de Puerto Natales y a 312 km de Punta Arenas, es un área protegida de la Región de Magallanes y de la Antártica Chilena de una belleza desoladora y de visita obligada por esos lares. Pero hay que ir preparado y con cuidado: eso no lo sabían las tres chicas de Israel, jóvenes y maqueadas de arriba abajo, que se instalaron junto a nosotras el primer día, ocupando al instante nuestra mesa y casi provocando un incendio mientras intentaban preparar el té, lo que nos sirvió de anécdota durante toda la estancia, evitando cruzarnos con ellas en el marcado recorrido en el que, pese a estar indicado, se perdieron nada más llegar. Tampoco llegaron al último catamarán, pero ya no nos importó: solo teníamos en mente la vuelta a nuestras camas del hostal y nuestra merecida cena, de rico asado y vino tinto, que nos regalamos el último día antes de despedirnos. Estoy segura de que les espera un gran viaje por delante.

Llegar a Ushuaia me llevó doce horas de bus, una duana, unas cien páginas de la novela citada arriba y dos cafeterías -una ya mencionada, y otra en la que el dueño resultó ser un ávido admirador de Barcelona, en la que había vivido doce años junto a una catalana que le rompió el corazón, además de un fanático del Barça, como me demostró dejando al descubierto la camiseta que llevaba por el clásico que tenía lugar ese mismo día, y un fluido hablante de catalán, que usó para dirigirse a mí y al resto de pasajeros del bus de distintos orígenes que obviamente no entendieron nada. A mí me cayó simpático y me invitó a comer. Por fin llegamos hacia las ocho de la tarde culminando un extenso recorrido por la Ruta Nacional 3 que une Argentina de arriba abajo siguiendo la costa desde Buenos Aires hasta Ushuaia, pasando por Río Gallegos y Río Grande, en un último tramo patagónico llamado la Ruta del Fin del Mundo donde la infertilidad de la tierra deja paso de golpe a extensas montañas andinas. Capital de la Provincia de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur (Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur), Ushuaia se encuentra en la Isla grande de Tierra del Fuego, siendo la ciudad más austral del mundo a 54 46’ S (aunque los chilenos dicen que lo es el pueblo de su lado fronterizo, Puerto Williams). Creo que nunca estuve tan lejos de casa. Dicha ciudad forma parte todavía de la Patagonia y se sitúa a orillas del Canal de Beagle, rodeada por la cadena montañosa Martial, donde acaba la cordillera de Los Andes. En lengua yámana (nativos cazadores recolectores de esa zona costera, de los que solo ha sobrevivido una anciana de 100 años) quiere decir ‘bahía que mira al poniente’, ya que los indios desde sus canoas veían ponerse el sol tras las montañas. Actualmente, a parte de sus pistas de esquí, Ushuaia es una de las puertas de entrada a la Antártida más importantes (solo accesible, claro está, para gente adinerada). Bajo una incipiente lluvia, me dirigí al hostal Cruz del Sur, donde pasaría las próximas tres noches y en el que casualmente trabajaba una simpática catalana de mi edad llamada Carla (¿significan algo tantos encuentros catalanes últimamente? Todavía un misterio).

En los tres días que estuve en el Fin del Mundo tenía solo un objetivo definido: ver pingüinos. Lo conseguí, tras realizar una navegación de unas cinco horas a bordo de un barco que nos llevó por el Canal Beagle hasta las islas Bridge, la Isla de los Pájaros y la Isla de los Lobos, donde pudimos ver infinidad de leones marinos reposando al sol matutino, pasando por el Faro Les Eclaireurs, y culminando la visita en la Isla Martillo donde avistamos una colonia de pingüinos magallánicos, Papúa y un pingüino Rey muy digno en su papel. Muy bonito. Seguí mi recorrido subiendo al glaciar Martial, completamente nevado y con preciosas vistas sobre la bahía; realizando un trekking en la Laguna Esmeralda (bonita, pero si no he visto cien lagunas en lo que llevo de viaje no he visto ninguna); y visitando el centro de la ciudad, el puerto y el Museo Marítimo y del Presidio, del que lo más imponente resulta su ubicación en la antigua cárcel de reincidentes o cárcel del fin del mundo argentina, donde se recluía a los criminales más peligrosos en condiciones infrahumanas.

Ahora me encuentro ya en Mendoza, tras coger un avión desde la punta más al sur de Sudamérica hasta el noroeste argentino, a la altura de Santiago de Chile, con un sol radiante y con ganas de volver a una ciudad tras casi un mes de montañas, cerros, lagos, glaciares, picos y canales. El viento ya no gana la batalla y el sol no desprende esa mágica luz infinita y repleta de arcoiris que puebla el sur de Argentina y te invade de una nostalgia perdida, casi hipnotizante.

El hijo pequeño de una familia de franceses recorriendo el continente en furgoneta que encontré en la Patagonia preguntó a su padre, al saber que yo iba a Ushuaia, si también ellos iban a ir. “No tenemos nada que hacer nosotros en Ushuaia. Ushuaia solo sirve para marcar un tick en la lista de viajeros”, respondió su orgulloso padre. Puede. Pero a mí me sirvió de algo más llegar al fin del mundo.

 

BSO: “Eufòria”, Mazoni.

 

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