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Últimos días en Cusco (I) - el amante celoso

Cusco se despide lloviendo. Dejando atrás el imponente azul de sus cielos y un implacable sol dañino, uno diría que se despide herido por el olvido, cual si de un amante celoso al más puro estilo serrano se tratara. Estos últimos días se presentan ajenos y cercanos al mismo tiempo, víctimas de sentimientos encontrados entre el calor de relaciones selladas hace tiempo y el retiro huidizo de una despedida robada. No se puede vivir entre dos mundos, y menos cuando a estos les separan más de seis horas y dos meses.

Recogí a Mariona en el aeropuerto el lunes a las once y cuarenta -bueno, más bien una hora de más en que tardó en sacar su cabeza por las cristaleras que separan la zona de tránsito a lo “no man’s land” de la pequeña plazoleta en obras anunciando la ciudad de Cusco. Tras una escala de dos días, haciendo noche en París y Lima, llegó cansada, pero alegre. Desayunamos en casa y nos pusimos al día de lo sucedido en los últimos dos meses, cobijadas de la incipiente lluvia por el porche de mi cocina. Decidimos no salir por el momento, comer y quedarnos en casa hasta el atardecer -de todos modos, ella ya conocía Cusco. La idea era partir para el cañón del Colca en la noche, para aprovechar los tres días disponibles antes de nuestro fin de semana repleto de visitas programadas con la ONG, Alkaria. Tuvimos que postergar la salida al martes: había huelga de transportistas y Mariona estaba demasiado cansada, por lo que nos conformamos con visitar solo Arequipa y disfrutar de un día tranquilo en Cusco, tras tomarnos nuestro primer pisco de bienvenida.   

El martes paseamos por San Blas. Visitamos la Iglesia de San Cristóbal y el Museo de Arte Precolombino. A la primera llegamos, no sin esfuerzo, subiendo la calle La Resbalosa con admirables vistas de la ciudad sombreadas por el duelo cusqueño, y maquilladas por el ascenso a su bonito campanar. San Cristóbal debe su nombre a Cristóbal Paullo, miembro de la nobleza inca y dueño de las tierras de Colcampata, cerro donde se alza la iglesia que dicen fue la primera del Cusco. Al segundo llegamos bajando de nuevo, con descuento de estudiantes y más de una hora de recorrido cultural debidamente señalizado con una flecha roja. El Museo de Arte Precolombino se acoge en una bonita remodelación de la antigua Casa Cabrera, situada en la apacible Plazoleta de Nazarena, y alberga la más importante colección de ceramios, oro y joyas de las antiguas culturas del Perú (desde la época formativa, pasando por la cultura Nasca, Mochica, Huari, Chancay, Chimú e Inca, hasta la sala de madera, concha y hueso, plata y oro) en más de 3.000 años de esplendor arqueológico, gracias a la contribución del Museo Larco de Lima y el BBVA. Nos gustó. Comimos en el mercado y volvimos a casa para hacer las maletas.

A las ocho y media de la noche salía nuestro bus para Arequipa desde la Terminal terrestre por unos treinta soles, asientos reclinables en la segunda planta, desayuno y peli incluidos. De las más de diez horas de viaje, dormimos apenas tres, cabeceando entre frenazos y curvas inesperadas por el vaivén del pesado autobús. A las seis me desperté y corrí la cortina; entre un paisaje desértico colorido por el amanecer, se vislumbraba el volcán Misti a lo lejos: llegábamos por fin a la capital del departamento de Arequipa, el litoral regional más extenso del país (reclamado por algunos como región independiente. La Ciudad Blanca es la segunda más poblada del Perú después de Lima, y constituye un importante centro industrial y comercial del país. Su puerto principal fue Mollendo, ciudad costera que unió con el ferrocarril del sur la ciudad de Arequipa con Cusco, Puno, Juliaca y La Paz. Las playas de Mollendo son de las más concurridas por los veraneantes peruanos, pese a dejar mucho que desear si las comparamos con nuestra querida Costa Brava. Aun así, decidimos visitarlas, tomando una combi por unas dos horas de viaje por 13 soles, inducidas por las connotaciones de su nombre, extraña mezcla entre el Macondo garciamarqueciano -según yo- y Mollet del Vallès -según Mariona. Nos tumbamos un rato en la playa, histoire de, antes de ser arrolladas por una ola que nos costó un servicio de lavandería completo para sacar la arena entrometida hasta la más mínima brecha de nuestros atuendos. En fin, nada destacable pero fue gracioso. No tan graciosa fue la vuelta a Arequipa, entorpecida por una caravana que nos obsequió con una hora más de viaje. Llegamos hacia mediodía al Flying Dog Hostel, calle Mergal, a tres cuadras de la Plaza de Armas. Bonito hostal, muy cuidado y limpio, repleto de canadienses pijipis oukelele en mano. Dormimos un rato antes de salir a tomar algo -las happy hours nunca se acaban- y cenar en una pizzería recomendada por un amigo arequipeño.

Al día siguiente nos despertamos como nuevas, dispuestas a descubrir la ciudad, declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad. Dicen que el nombre de Arequipa proviene de una petición para quedarse que le hicieron los súbditos a Mayta Cápac al llegar a la comarca, maravillados por la belleza del paisaje y la suavidad del clima, a la que el inca respondió “Ari qhipay” (“Sí, quedaos”). Se encuentra situada a unos 2.328 msnm, atravesada por el río Chili y cobijada bajo conos volcánicos formados por el Misti, el Chachani y el Pichu Pichu. Además, ha sido víctima de frecuentes movimientos sísmicos, llegando incluso a hacer caer una de las torres de la catedral de la Plaza de Armas y causando gran pesar en sus habitantes. Su carácter volcánico hace que los ciudadanos aprovechen el sillar, piedra labrada de zonas volcánicas, para sus construcciones del casco histórico de la ciudad -de ahí su denominación de “Ciudad Blanca”.

El Monasterio de Santa Catalina es la principal atracción turística de la ciudad (y ya puede serlo, ¡a 40 soles la entrada!). Se fundó en 1579 e ingresaron monjas criollas, mestizas y de familias nobles, quienes tenían que pagar por su año de novicias y llevar consigo 28 piezas claramente especificadas. Pertenece a la orden Dominica y alberga todavía hoy (aunque no nos quedó claro dónde, monjas de clausura en una zona reservada. El monasterio constituye un monumento de gran magnitud, construido sobre un terreno de más de 20.000 metros cuadrados, entre los que se encuentran los tres claustros, múltiples calles y parajes (de nombre claramente español), alrededor de ochenta casas que fueron viviendas religiosas, una plaza y una pinacoteca, etc. También es muy apreciada su colección de más de 400 pinturas, la mayoría de la escuela cusqueña, y presenta una sala de exposiciones temporales, muestra fotográfica en nuestro caso -”Arequipa un patrimonio construido”. Tardamos más de dos horas en recorrernos todos sus rincones laberínticos -de ahí que la llamen “una ciudad dentro de la ciudad”- y nos convenció, pese a que Mariona se dejara el móvil en alguno de esos rincones y no lo volviéramos a recuperar nunca más, ni aun rezando y expresando nuestros mejores votos.

Cruzamos por la Plaza de Armas -todas sus tocayas se parecen, cada una con su encanto particular- decorada por un enorme árbol de Navidad en el que los turistas se tomaban sus respectivas selfies y por un mar de palomas a las que los niños alimentaban graciosamente, contribuyendo a atraer y reproducir tan indigna especie urbana. Seguimos hacia el mercado de San Camilo, efervescente a esa hora del mediodía, y nos sentamos a tomar una cusqueña, a falta de arequipeña. Habíamos quedado a las dos con unos amigos de un amigo para comer en una piquería tradicional del barrio de Yanahuara, donde degustamos a medias un plato “doble” con chicharrón, pastel de papa y el típico rocoto, y lo coronamos con un postre de queso helado en el mirador de Yanahuara. Bonito barrio, muy pijo él, como los amigos, con su 4x4 y su vestimenta, tan distinta a la idiosincrasia a la que estoy acostumbrada en Cusco.

Volvimos andando al centro histórico por la Avenida Ejército, cruzando el Puente Grau, para visitar todavía la Casa del Moral (una casona noble del siglo XVII típica arequipeña) y los Claustros de la Compañía, que estaban en obras, antes de volver para el hostal a recoger nuestras cosas y partir de vuelta a Cusco en bus.

Llegamos esta mañana temprano y descansamos todo el día. Cusco nos recibió con una mañana soleada de cielo azul, como un último abrazo cálido de reconciliación tras nuestra infidelidad arequipeña antes de volver a su llanto tormentoso. Nos esperan dos días de reuniones y visitas intensivas a todas las comunidades altoandinas del Valle Sagrado donde he estado trabajando estos dos últimos meses. Luego, maleta y para Lima, a presentar nuestro proyecto de cooperación de género por si los miembros caritativos de la AECID española optaran por concedernos su ayuda y llevar a cabo el proyecto identificado, lo cual me permitiría afianzar mi relación con esta, mi querida y celosa ciudad de Cusco.

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